Y caminando llegó hasta el límite fronterizo, y allí se detuvo. Nada le impedía seguir. Sin embargo no podía cruzar. Algo lo retenía, algo que desconocía pero que habitaba en su interior y lo moldeaba, algo que definía sus decisiones. Ese algo ahora le decía que irse era un error, que debía quedarse y enfrentar a ese demonio, que era hora de exorcizarlo. Pero su valor estaba ausente, nunca había sido una persona valiente. Peor aún, se consideraba un cobarde, más cuando se trataba de luchar contra este tipo de enemigos. No era muy versado en el arte de la lucha mano a mano contra este tipo de entidad. Y menos aún en territorio enemigo. La práctica era fácil, la teoría mucho más. Las armas a utilizar ya las había afilado, probado y ya había analizado sus fortalezas y debilidades, tratando de cambiar y fortalecer estas últimas. El plan había sido repasado una y mil veces. Sólo debía encontrar el momento indicado para enfrentar al demonio y lanzar la estocada final, no sin antes luchar y realizar los golpes necesarios para debilitarlo. Pero una vez allí sería distinto, él lo sabía. Pero ya estaba decidido, si no actuaba pronto, no lo haría jamás y tendría que cargar con el peso de no haber enfrentado a ese demonio que desde hacía un tiempo venía amenazando su paz.
Finalmente el día llegó. Una vez cruzada la línea, en el reino del enemigo, el joven guerrero lo enfrentó y lo retó a batalla. El demonio aceptó y decidió no atacar sino recibir el ataque. El ataque del guerrero no fue como tanto había planeado, pero sí lo suficientemente similar como para no tener que improvisar. El demonio no intentó esquivar sus ataques, aunque lanzó algún que otro golpe, pero que la estocada final fue directo al corazón. El demonio miró fijo a los ojos al guerrero, quien a pesar de haber vencido aún no podía refrenar su temor y nerviosismo.
La mirada duró unos segundos que parecieron eternos, hasta que el demonio por fin habló. Lo que dijo dejó al guerrero fuera de sí, a la vez triste y contento. El demonio no murió, pero si se recluyó.
El guerrero espera aún la segunda oportunidad para atacar, ya más seguro de sí mismo, aunque a veces se vea derrotado. Pero lo más importante sucedió: el guerrero enfrentó a su demonio y se liberó. Su alma ahora se encuentra más liviana. Ahora sonríe más seguido. Y espera. Eternamente de ser necesario. Espera.
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